NO HAY MUERTE DESPUÉS DE LA VIDA

Existen varias formas de alimentar al egoísmo pero la más egoísta de todas consiste en llenar el buche del malestar que tanto nos gusta medir en litros de nostalgia. En empeñarse a esclavizar a tu cuerpo contra las amenazas que puedan hacerte dejar de ser un muerto pensante como por ejemplo, un abrazo. Al evitar mirar a unos ojos cabizbajos que aparten la zanahoria  de tu frente de ceño fruncido, de tu gesto de labio torcido, de tu alma pegada con celofán.

Procura que las paredes de papel cebolla no dejen entrever las ganas de firmar la libertad condicional de las cenas a las nueve y media ni de los capítulos de plancha y cafeina con sabor amargo. Para entonces los golpes del viento contra la ventana sonarán más fuerte que nunca y nos plantearemos darnos cuenta de una vez, que las tizas de colores no necesitan receta médica.

Los índices de suicidio son mucho más altos que los de muerte natural. Los voluntarios que se niegan a respirar la libertad del miedo a sentirse vivos no merecen llamarse vivos sino muertos despiertos, que sólo cogen aliento para tener un suicidio más, porque un hombre sin incentivos para amar la libertad no es más que un cuerpo sin vida que se quiso suicidar empeñandose en morir vivo, tirando su cuerpo al vacío, ahogándose sabiendo nadar.

La corriente se enturbiará, te absorberá y te hundirá hasta el fondo, te golpeará contra las piedras afiladas y alguna de tus heridas no se cerrará nunca; y aunque a veces parezca que la única opción es dejarse llevar y convertirse en un muñeco de trapo a merced de los golpes a los que los creyentes llaman destino, lo cierto es que un paso al frente puede ser el comienzo de un largo camino que no sabremos si existe si no empezamos a andar.

Cuando todo acabe podrás contemplarte a ti mismo bajando calle abajo como un principiante, sin miedo de volver a irte y sin cansarte de subestimar a tus esfuerzos. Volverás a caer en la tentación de ser un ignorante y tendrás que repasar los recuerdos de última hora, cuando las noches se convertían en mañanas o cuando las montañas se convertían en escondites perfectos para una sonrisa que se resistía a abandonarte a tu suerte, en parte para no quedarse sola, en parte para convencerse de que no hay muerte después de la vida, porque eras un sueño que tenía pendiente.

Morirse es necesario. Recordar que nos estamos muriendo a cada segundo es un aliciente perfecto para poder evitar dejar en blanco las páginas de nuestro diario. No hay un impulso más grande que la muerte para empezar a vivir, ni un arma tan poderosa como la mente para hacer enfermar a una obsesión, pero no olvides que no habrá Septiembre para los días de tu vida a los que no te presentes, ni habrá una segunda oportunidad para hacer que las primeras veces dejen de ser las últimas.









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