Reconocer el paso del tiempo en un rostro desconocido después de muchos años no tiene mucho sentido, ni meter la cabeza bajo tierra para taparte los oídos, ni forzar la huida cortándote una pierna, ni saber decir que no con mil palabras, ni correr cuando está lloviendo si no tienes un hogar al que llegar para refugiarte, secar tu alma y meter los pies en agua fría o las manos en sangre caliente.
Partir del final es un sinsentido y pretender
ahogarse antes de tiempo no es decisión tuya ni del destino, simplemente de la
mala fortuna o de un paso muy en falso y amargo que hace que la realidad
parezca mentira, los ojos se apaguen y las sonrisas no figuren en el diccionario;
que hace que olvidarte de despertar sea
necesario para poder sobrevivir.
Lo malo del miedo a morir ahogado es la cantidad
de cosas que quedan en el camino, la incertidumbre de lo que podría haber sido
de habernos atrevido a llegar a la otra orilla a nado aun sabiendo que no
sabíamos nadar y si hubiera merecido la pena arriesgarnos por un buen motivo,
pero eso es algo que nunca sabremos, porque nunca nos lanzamos al agua.
Poder perder a alguien es un privilegio cuando
nunca lo has tenido, ser preso de la libertad es la peor angustia de poder
elegir estar vivo o muerto, aun teniendo los ojos abiertos, porque algo peor
que tener miedo es tener miedo a tenerlo, a ver y a discutir cual será la mejor
manera de encontrar la solución a un problema que todavía no existe.
Las astillas de un corazón roto arden mejor si se
secó hace tiempo, las cenizas serán más finas y el viento las llevará a todos
aquellos lugares que hicieron que sus latidos fueran más fuertes en vida, a
todas las tardes interminables, a todos esos momentos que parecían no estar
pasando y a aquellas noches en que dos almas eran una sola.
A veces el bosque parece oscuro y sombrío hasta
que eres la liebre que corre a ocultarse de la muerte, que encuentra en la
penumbra cobijo en las mañanas de frío, que siente el calor del canto de los
mirlos cuando aún es de noche y da gracias por poder oírlos, podemos vivir con
los ojos cerrados para no ver los árboles o bien abrirlos y ver la luz
entre sus ramas indicándonos el camino de regreso a casa, pero no podremos
evitar escuchar una voz que nos calma cuando no estamos tranquilos.
La tranquilidad no evitará las malas noticias
pero será la droga que hará más fuerte a la conciencia, o por lo menos la hará
creer que lo es. Los abrazos por compasión no te harán más duro, ni los besos
aliviarán las heridas de los malos tragos, ni las miradas podrán calmar el
ansia de un reencuentro, ni las palabras merecerán la pena en una despedida, porque
aunque nos empeñemos en lo contrario, todo acabará acabando.
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