ESPINAS PARA CENAR


Tengo algo en mí que me pertenece,
como una sensación constante y segura de ser real,
como una patada con zapatos de punta,
como los trocitos de cristal de mi espejo retrovisor
que ya no circula en sentido contrario.


Tengo algo dentro de mí que amanece por las tardes
cuando las persianas de los cafés descansan;
algo que arde en mis entrañas
y que lucha por salir ahí afuera.


Tengo algo en la parte oscura de mi cabeza
que sabe que los minutos pasan en contra,
que contiene el recipiente en el que sobrevivo
ya bastante al límite de su capacidad.


Hay una frase escrita en el techo de mi escalera
que dice que si las palabras no son buenas no son de verdad,
pero resulta que hoy es un miércoles bastante domingo por la tarde
y los peldaños que me llevan a decir las mejores frases
están podridos como los árboles enfermos.


Hoy tengo la mesa puesta con tenedores de plata
y con comida precocinada envuelta para llevar.


Las cortinas de los vecinos dibujan sonrisas violentas
y el olor a leña mojada me sigue haciendo pensar
que un día fuí yo el que sonreía
por cortar aquella leña fría
con un hacha de punta afilada y oxidada.


Un día fuí yo quien navegaba en mar abierto,
quien no tenía miedo al siguiente paso,
quien sabía que iba a ganar el siguiente asalto,
quien se reía de las condenas de los tiempos muertos.


Un día fuí alguien que podía seguir burlándose de los viajes al pasado
porque sencillamente no existía el pasado.

Y ahora todo ésto me recuerda que
un torso firme y una mirada profunda,
un cabello largo y fuerte
y un gesto confiado y aparentemente infinito

no son más que parte de un cuerpo siniestro y bello de usar y tirar,

de un sencillo momento,
de un soplo de viento, un parpadeo,
una caricia o una tarde de invierno.

Un recuerdo que me permite volver a ver tus ojos verdes.
Mirándome fijamente.








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